27 Jan
27Jan

No es extraño sentir que en alguna ocasión, a lo largo de nuestra vida, hayamos sufrido alguna decepción. Con un amigo, una pareja, un trabajo, o incluso con cualquier evento, que por pequeño que fuera, para nosotros supuso un alto impacto.

Cuanta más alta es la expectativa, más dolorosa es la caída. Claro que, no siempre somos del todo conscientes de esa expectación, pues muchas veces la ilusión del momento, de eso tan ansiado que esperábamos conseguir, nos nubló la mirada.

Es una mirada sesgada por la intención, por lo que uno quiere ver, oír, sentir, pero si nos paramos a pensar, seguro que las evidencias siempre estuvieron ahí.  

Suelen decir que no hay más tonto que el que no quiere ver, pero es que, a veces, no es fácil. Cuando sientes que ese alguien o algo especial que anhelabas ha llegado a tu vida, lo habitual, es no querer dejarlo marchar. Podría entenderse, entre otras muchas cosas, como un acto egoísta, aunque no por ello menos merecido.

No creo que sea malo ser egoísta, es decir, pensar en uno mismo e intentar alcanzar aquello que te satisface. Su cara amarga aparece cuando se hiere a otro, lo anula, o lo pone por debajo de las expectativas propias, pues lo general es que en nuestra naturaleza prevalezca la supervivencia. Pero ese no es el egoísmo del que hablo.

Cuando hace años, desengañada del sistema, me aparté y me busqué a mí misma, encontré muchas cosas. Algunas más gratificantes que otras y no todas comprensibles, pero ahí estaba yo. Sola, con mi libro escrito por muchos autores, un lápiz y un cuaderno en blanco. Abrí el libro y en su lectura no encontraba respuestas. Cogí el lápiz, releí y subrayé lo que me hacía sentido, aquello que quería prevalecer. Lo memoricé, lo reviví y lo sentí. No me daba cuenta de que el sentimiento era sobre una historia pasada que en alguna ocasión me alegraba y en otras, me desesperaba, pues no podía cambiarlo. Abrí mi cuaderno en blanco y con el mismo lápiz, sujetándolo con firmeza, comencé a escribir. Un resumen tras otro, con la lección aprendida, comencé a desaprender.  

Aprendí a conocerme más y mejor, a identificar los momentos de reflexión y lo más importante, para mí, pues no todos somos iguales, a escucharme más. Cada momento contaba, cada palabra, cada hoja en blanco era una persona nueva por descubrir. Poner a prueba mi aprendizaje de que de casi nada sé y que hay mucho por vivir. Cambié mi mirada al mundo y a las personas.

Gracias decepción, pues fuiste mi cubo de agua fría que me hizo y aún hoy, me hace despertar. Aunque no lo reconozcamos siempre nos seguiremos cayendo, solo que con la experiencia el dolor remite más rápido y la herida se cura más pronto.

Gracias, porque me recuerdas que no soy yo, sino una ilusión. En definitiva, uno ve en el mundo el espejo de sí mismo. Por lo que la decepción no es más que el espejo de mi expectativa.


paolaolmedo.com

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